Humberto de la Calle fue ministro de Gobierno, como se llamaba entonces el hoy Ministerio del Interior, durante el gobierno de César Gaviria, y desde allí lideró cambios importantes. (Fotos El TIempo)
4 de Noviembre de 2014
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Quien tiene sobre sus hombros el día a día de las negociaciones de La Habana es un hombre complejo, al que ese difícil encargo no le llegó por casualidad.

Jorge Lesmes 

De Humberto al doctor De la Calle

Corrían los primeros meses de 1993 y el país entraba en ese trance de cada periodo de elecciones presidenciales. No había despegado el año y el vendaval de la política soplaba con gran fuerza en el Partido Liberal que buscaba un candidato entre Humberto De la Calle Lombana, que representaba el sector del gavirismo –empotrado en el poder para ese entonces– frente a Ernesto Samper, un ‘viejo zorro’ de la política, respaldado por el Partido Liberal.

Para los entendidos en política era una pelea entre David y Goliat, y solo era cuestión de semanas para que los liberales ungieran en las urnas a Samper como candidato único a las elecciones presidenciales, que posteriormente cambiarían la historia del país, en una de las épocas más convulsionadas de la que se tenga memoria.

No obstante, Humberto De la Calle, un caldense porfiado y amigo de causas imposibles, continuaba en su lucha para lograr convencer a un electorado que 4 años atrás le había dicho sí a “bienvenidos al futuro”, con la apertura económica impulsada por su mentor político César Gaviria; había sido pieza clave en la conformación de los miembros de la Constituyente, determinante en la participación de exguerrilleros del M-19 en esa gran cruzada y, como si fuera poco, lidió con el Congreso que se disolvió para nuevas elecciones con el nacimiento de la nueva Constitución que buscaba cambios profundos, entre otros, en la forma de hacer política en Colombia.

Por esa razón, esa mañana de marzo, en el sofocante y pegajoso calor de Leticia, De la Calle no tuvo otra alternativa que subirse a un avión carguero de Aerosucre para viajar a Bogotá y luego dirigirse a Arauca, donde tenía previsto un encuentro político en una de las regiones más ricas pero a la vez diezmada por la corrupción y el olvido estatal.

Se acomodó en un pequeño espacio que quedaba entre los enormes congeladores industriales que estaban listos para emprender el viaje rumbo a Bogotá. La carga era pescado recién sacado del río Amazonas. Durante las largas 3 horas que duró el viaje, De la Calle y sus  acompañantes de campaña no musitaron palabra alguna. El hedor a pescado era más que suficiente para tratar de poner la mente en otros menesteres. Cuando por fin aterrizó en Bogotá, tampoco hubo tiempo de un baño y nueva ropa. Así emprendieron otro largo recorrido en una pequeña avioneta rumbo a Arauca. Lo único que en ese momento importaba era llegar a tiempo a la plaza pública.

Su vida política no empezó tan temprano como ha ocurrido con muchos de los aspirantes a presidentes o al Congreso de la República. “El doctor De la Calle”, como se le conoce en este intrincado mundo del poder de hoy, era simplemente Humberto, un prestigioso abogado constitucionalista, que se había graduado con honores en la Universidad de Caldas, que había dejado su pueblo natal, Manzanares, por esas cosas que la violencia política obligaba a las familias de mudarse de un día para otro sin mediar palabra. Que junto con varios de sus compañeros de estudios, brillantes abogados del momento, habían decidido montar su toldo en Manizales para echar raíces y hacer una vida profesional.

Sus amigos de siempre se refieren simplemente a Humberto.

Es un hombre de pocas palabras, reflexivo, que mide cada concepto, cada frase. Que tiene un humor negro, que sus coterráneos llaman “humor greco caldense”, era un estudioso a fondo de las leyes, de la interpretación de las mismas, de largas tertulias literarias, de su vida en el Nadaísmo y su convicción de agnóstico que ha defendido a largo de su vida.

Esa vida misma transcurría entre la academia y su oficina de abogados. A pesar del fervor político que lo rodeaba en las constantes reuniones de trabajo, se mantenía alejado de esos laberintos. Lo suyo eran las leyes y como tal se había convertido en uno de los abogados más prestantes de Manizales y uno de los catedráticos más respetados.

Cuando era Humberto, a secas, dos de sus grandes amigos, Ariel Ortiz y Enrique Quintero, eran los más entusiastas de ese fervor intelectual de adolescentes hipérboles que se ‘tragaban’ los libros de la biblioteca de la universidad y pasaban la noche en discusiones de fondo, no solo en materia de temas de Derecho, sino también literario y los pasos largos que ya daban hacia al Nadaísmo. Cuando sus amigos escuchaban su oratoria, muy solemnemente le repetían que se perfilaba como un tipo para grandes cosas y que muy pronto el destino lo llamaría a ocupar cargos muy importantes que iban a incidir en la vida nacional.

Y no estaban equivocados. A comienzos de los setenta, en la gobernación de Óscar Salazar Chávez, ocupó su primer cargo público: secretario de Gobierno. Cuando salía de las oficinas y se dirigía por las calles de la ciudad, sus amigos gritaban a cuatro vientos: “allá va el doctor De la Calle. El hombre llamado a hacer grandes cosas”.

Con los años

Ha pasado mucha agua debajo del puente, desde cuando fue secretario de Gobierno a jefe negociador en La Habana. Más de 40 años. Y en calor de las discusiones en las mesas de negociaciones, los representantes de las Farc también lo llaman doctor De la Calle. “Lo hacen con gran respeto. Lo escuchan con mucha atención. No importa que el clima esté muy tirante y las discusiones hayan subido de tono. Desde que comenzaron las negociaciones, ha habido un inmenso aprecio por la figura del jefe negociador”, cuenta uno de los asistentes a los encuentros de La Habana.

Quienes lo conocen a fondo –y son muy pocos, porque es hombre de contados amigos– señalan que su vida política ha sido una constante lucha por ser lo más imparcial y justo posible. Así como es reconocido como uno de los constitucionalistas más importantes del país, De la Calle ha tratado que su vida política sea igual de transparente y diáfana.

Desde sus inicios liberales, cuando la mayoría de sus amigos universitarios y después abogados, eran de izquierda, De la Calle siempre mantuvo esa línea de defender sus ideas políticas. Lo hizo desde su propia tribuna. Un pequeño periódico que fundó bajo el nombre Fogueo y que tenía como frase de batalla: “fuego en la idea”. Allí trazó buena parte lo que iba ser su andar en la política. Sus arengas que lanzó en épocas de estudiante, cuando ya se vislumbraba como un gran orador y caudillo de movimientos estudiantiles, algunas veces “se salieron de madre”, como aquella vez que voz en cuello invitó a los estudiantes a protestar por las bases militares gringas instaladas en el país. Terminó tras las rejas a raíz de un policía herido, por el señalamiento que hicieron algunas autoridades de ser el autor.

A pesar de esos episodios aislados, al doctor De la Calle se le identifica más como un hombre ponderado. Que mide sus palabras en cualquier auditorio. Ya sea entre amigos o en la plaza pública o ahora como jefe negociador.

Armado de una paciencia infinita. Quienes han trabajado a su lado lo definen como un hombre extremadamente reflexivo, de pequeños comités, que jamás hace alarde de sus cargos o propuestas. Que estudia todas las opciones posibles para buscar salidas. Y que nunca actúa por instinto o “cargado de tigre”.

 

Muchos de sus amigos coinciden que el llamado que le hizo el presidente Santos para que fuera el jefe negociador en el proceso con las Farc, tuvo que ver en buena parte con esa paciencia infinita que maneja en los momentos difíciles y de gran tensión.

Cuando Santos le ofreció el cargo, el doctor De la Calle no dijo sí de una vez. Todas sus decisiones siempre las consulta con su círculo más íntimo: su familia. Siempre analiza los pros y contras. Y cuando está completamente seguro del paso que va a dar, lo da. Porque no es hombre de echar para atrás.

Largas horas pasa en su oficina analizando cada punto antes de definir qué camino tomar. Lo ha hecho así desde siempre. Desde que devoraba sin parar los escritos de Faulkner, Dos Passos, o Camus, entre muchos más escritores de cabecera. Junto con su amigo de siempre, Enrique Quintero, tenía tiempo para buscar un espacio en el grupo de lectura que en su momento se conoció como Las 13 Pipas. Eran largas discusiones sobre literatura y poesía. Tiempos irrepetibles y memoriales de una generación de abogados que hoy ven en el doctor De la Calle su máximo exponente.

El inicio

Su carrera política trascendió lo regional a lo nacional, de la mano de César Gaviria. Ambos de la misma región. Igual de reservados y reflexivos, muy pronto De la Calle se volvió el hombre de confianza del primer mandatario para misiones casi imposibles, como hoy similar a la de La Habana. Había que sacar adelante la reforma de la Constitución del 91, que cambiaría la historia política del país. El reto era demasiado grande. En primer lugar coordinar el trabajo de los miembros que conformarían el equipo de constituyentes. En segundo lugar, garantizar la presencia de los miembros de los guerrilleros desmovilizados, renuentes a ese tipo de apariciones con el estamento. Y en tercero, y quizás el más complejo, una vez la Constituyente tomara vuelo, uno de las primeras decisiones era convencer a los congresistas de finalizar sus periodos antes de tiempo y someterse de nuevo a las urnas.

Tenía la coraza y la experiencia para cumplir esa tarea. Se había forjado en el sector público. De secretario regional ya había dado pasos como registrador nacional y magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Eso ya eran grandes ligas. Sus amigos en la distancia repetían: es un hombre para grandes cosas.

Fueron días y meses de mucho trabajo, siempre en silencio. Siempre al lado de su jefe impulsando desde abajo cada paso para que se llevara a un feliz término semejante empresa a los que pocos apostaban, y que pudiera brindar buenos resultados.

Quizás fue el trampolín definitivo para De la Calle en materia política. Y también personal. Era visto como un hombre serio, gran conocedor del Derecho Constitucional, y un político que se la jugaba del lado bueno de una profesión donde siempre ha predominado el lado contrario.

De ahí decidió saltar a buscar la oportunidad de convertirse en candidato presidencial por el Partido Liberal. Se enfrentó a la maquinaria de su partido a favor de Ernesto Samper. Y así como ese día de domingo tuvo que abordar un avión carguero de pescado, fueron múltiples las anécdotas de sus viajes y vericuetos que tuvo que hacer para visitar cada municipio del país en busca de votos. En ofrecer un programa distinto, con el enfoque que le había dado César Gaviria en “bienvenidos al futuro”.

Eran otras épocas de hacer política, donde la plaza pública era vital para las aspiraciones. Donde era necesario recorrer el país para recoger frutos. En eso no ahorró esfuerzo alguno. Y en compañía de un pequeño grupo de colabores se las ingenió para hacerlo y además para estar en primer plano de los medios de comunicación con sus propuestas.

Al final, cuando salió derrotado, lo que venía para su vida política ha sido su mayor pesadilla. Su mayor lastre.

Nunca estuvo a gusto. Como aquellas fiestas donde no se es invitado, pero se llega por terceros amigos.

La noche oscura

A regañadientes aceptó ser la fórmula vicepresidencial de Samper. Un cargo que se estrenaba y hacía parte de la reforma de la Constitución del 91. Pasó de su cuartel de campaña austero, donde hacía falta de todo, a la opulencia. Y después a estrenar un cargo que no tenía claro qué funciones debía cumplir, muy pronto se convirtió en la “piedra en el zapato” de su jefe: el presidente de la República.

Apenas empezaba el cuatrienio de Samper, y el escándalo de la financiación del narcotráfico a su campaña hacia estrago por todas partes. En medio de la turbulencia política y los análisis de que Samper debería abandonar el Palacio de Nariño, el nombre de De la Calle comenzó a tomar fuerza como su sucesor. Pero sus antagonistas no aceptaban bajo ningún punto que eso fuera a ocurrir. Los conspiradores –como llamaba el equipo asesor de Samper a los amigos de Humberto De la Calle– no tenían tregua. Y el Vicepresidente se volvió una figura incómoda.

Sus cercanos colaboradores recuerdan esa época como una de las más difíciles para De la Calle. Señalan que se volvió un hombre taciturno. Envuelto en un escándalo ajeno. Donde no había muchas salidas.

Sus declaraciones, que en muchas oportunidades iban en contravía del presidente Samper, ponían cada día una piedra más de distancia. Se buscó una salida para mitigar la incomodidad del Presidente y quizás de alejarlo de los “coqueteos” que a diario recibía, que sería el hombre elegido en caso que el escándalo del “ocho mil” llevara al Presidente a una renuncia de su cargo.

Fue así como emprendió su viaje rumbo a España como embajador. Muchos consideraron que era una forma de aislarse. Otros, de poder reflexionar en la distancia cuál era el mejor cambio a seguir. Su círculo cercano recuerda que Madrid no fue la mejor época para De la Calle. Las noticias que llegaban todos los días sobre el escándalo de la financiación lo mantenían con el credo en la boca.

Al final, después de dar mil vueltas. De consultar con su familia, con su círculo de asesores, decidió renunciar a su cargo por sus grandes diferencias con su jefe el presidente Samper. Y regresó al país, a poner la cara. Hablar de frente. A llamar las cosas por su nombre como siempre le había gustado y lo había hecho.

Quienes lo acompañaron en ese episodio político de su vida, señalan que no fue fácil para De la Calle levantar cabeza. Sus detractores políticos, especialmente el samperismo, emprendieron una fuerte ofensiva para desprestigiarlo como un ‘político de aguas tibias’ que nunca había hablado de frente.

Por un tiempo se refugió en su oficina de abogado, su prestigio como constitucionalista le abrió muchas puertas en su vida laboral. Sin embargo, el tema de la paz siempre lo ha tenido en primera línea, y sin querer queriéndolo terminó metido en la campaña política de Andrés Pastrana y después en la de Álvaro Uribe. Desde lo externo, aportando su conocimiento y experiencia.

Su nombre volvió a coger fuerza y ser de nuevo referente nacional ya hace más de 20 meses cuando fue nombrado jefe negociador por el presiente Santos. Durante este tiempo ha mantenido esa línea que es su sello indeleble: hablar lo necesario. Ser reflexivo, tener paciencia infinita en las eternas reuniones con los guerrilleros de las Farc, y mantener una disciplina de soldado para evitar que en La Habana negociadores y guerrilleros terminen en manteles oyendo boleros y tomando mojito.